El Osvaldo nació en Mendoza, y como su madre lo abandonó, lo crió una mujer que lo juntó a los otros chicos, propios y arrimados. Vivió en una villa y sus amigos eran ladrones o policías. Pero cuando le tocó la colimba, plena dictadura, decidió escaparse. Llegó hasta Brasil, y desde ahí partió en un avión para Europa.
En España, se tomó un tren que lo dejó en la Estación de Montparnasse, en Paris. Y ahí se quedó, durmiendo en los bancos de la calle o en el metro. Mientras, para poder comer, limpiaba baños públicos, o pedía comida en los comercios de la zona.
Un día, una mujer le preguntó si podía pintarle el departamento, y él obviamente le dijo que si, sin tener idea del laburo. El primer día, se le metió a la cama de la francesa y se fue después de varios años, con la nacionalidad. Nunca se fue de Montparnasse, los que le daban de comer, se convirtieron en sus amigos y hoy comen gratis en su restaurant de carne argentina.
Nunca he visto un tipo más desagradable con las mujeres, en los piropos y miradas. Pero a mi me adoptó desde el primer momento, cuando le dije que venía de Mendoza. Cuando estaba triste, permitía que me mimaran con papas fritas, y no hubo noche, cuando los clientes se iban, que no brindáramos con un kir.
Todavía me siguen impresionando esas vidas, que parecen sacadas de un libro. Y nadie me quita la idea de que Martin Amis, pensó en él al escribir London Fields.